Alexandr Solzhenitsyn fue un hijo indeseado de la Revolución Rusa. Nacido pocos meses después de que los bolcheviques tomaran el aparato estatal, Solzhenitsyn agotó las experiencias que el régimen soviético tenía para ofrecer. Fue educado marxista y ateo según la doctrina leninista, ascendió a comandante en el Ejército Rojo en la Gran Guerra Patria contra los nazis y fue condecorado con la Orden de la Estrella Roja por su éxito en el campo de batalla. Las autoridades interceptaron sus cartas a un amigo en las que criticaba la gestión bélica de Stalin y lo condenaron por traición. Vio y vivió el horror de los campos de trabajo forzado. Durante ocho años, el hambriento Gulag estuvo carcomiendo su carne y luego fue exiliado en un pequeño pueblo kazajo donde trabajó como profesor de matemáticas. Allí empezó a escribir a hurtadillas las obras que le valdrían el Nobel de literatura en el año 70. No pudo asistir a la ceremonia en Estocolmo por temor a las represalias contra su familia que pudiera urdir el gobierno. Así que hizo llegar a la Academia su discurso de aceptación del premio por medio de un periodista sueco que ocultó los microfilms del documento en un radio de transistores.
Una de estas obras es una joya de la llamada literatura del deshielo, Un día en la vida de Iván Denisovich. Se trata de una novella que fue publicada en la revista Novy Mir en el año 62, pero que no tardó en ser censurada en la Unión Soviética, como el resto de los libros de Solzhenitsyn. Me topé con ella en mi último semestre de universidad. Fue uno de esos accidentes literarios que tienen lugar en una tolda de libros de segunda mano y que tienden a ser más bien improbables. La improbabilidad de esa coincidencia tenía que ver con el contraste entre la montaña de lugares comunes que había aprendido durante aquellos años de educación universitaria y el horror descrito por Solzhenitsyn.
En las aulas y también fuera de ellas, me habían enseñado (y yo había aprendido de buena gana) a sospechar de la propiedad privada y a articular peroratas condimentadas con insultos como neoliberalismo, fascismo y burguesía. También eran discursos cargados de esperanza, proletariados cándidos pero ardorosos y el sueño de una revolución posible y deseable. La impaciencia de este sueño suscitaba la pregunta sobre cuál era la materialización de toda esta fraseología marxistoide. Encontré parte de la respuesta en aquel tropiezo. Y la respuesta era tajante.
Solzhenitsyn nos cuenta que Iván Shújov, prisionero número S-584, se despertó un día con el toque de diana a las cinco. Pero no dejó su litera porque le dolían los huesos. Había tres centímetros de escarcha de hielo sobre las ventanas del barracón, en el que había compartido la noche con otras doscientas y tantas almas. Iván se escabulló hacia la enfermería, donde comprobó que tenía 37 grados de temperatura. Era demasiado tarde; habían excusado ya del trabajo a la cuota máxima diaria: tres prisioneros. Afuera, en el patio, hacía -27 grados. No los llevarían todos al campo si la temperatura llegaba a -41. La taiga no mostraría misericordia con los huesos de Iván ese día.
Iván encontró algo de consuelo en su balanda, aquella sopa aguada y desabrida del sistema penitenciario soviético. Se había enfriado, pero él se la tomó igual que siempre: quitándose el gorro y con parsimonia. Esos diez minutos del desayuno eran suyos por entero, al igual que los cinco del almuerzo y los cinco de la cena. Aparte de las horas destinadas a dormir, el resto del tiempo le pertenecían al Estado. También le pertenecían al Estado los cinturones (estaban prohibidos en los campos especiales y había que sustituirlos con sogas) y un par de botas extra de cuero que Iván se había dado la maña de conseguir. No obstante, para las autoridades del campo, la situación resultaba escandalosa. Un reo no podía tener dos pares de botas. Acaso como un gesto para promover la equidad entre presidiarios o bien con el fin de aplastar su espíritu (a lo mejor sea imposible acusar alguna diferencia), Iván se vio forzado a deshacerse de un par.
Pero habrá que guardar nuestra indignación para cuando nos enteremos, unas páginas más adelante, de la razón por la que Iván terminó detrás del alambre de espino. En la segunda guerra mundial, Iván fue preso por los alemanes. Escapó y regresó con los suyos, quienes no dudaron en colgarle diez años de condena en la estepa rusa. ¿Por qué? Por la mera sospecha de que Iván pudiera ser un espía. Habría podido ahorrarse todo ese sufrimiento si hubiera dicho que se perdió en el bosque. En la era del terror la sinceridad se pagaba con la estepa o con ocho gramos de plomo en el cuello.
Lo que pudo haber sido no importaba. Corría el año de 1951 y era el octavo de la condena de Iván. Lo concreto era que llevaban a los reos en filas de a cinco por la taiga helada a construir viviendas y un club nuevo que tendría una sala de cine. Todo aquello estaba destinado para las personas libres e Iván jamás lo disfrutaría. Él era un prisionero y prisionero también era su pensamiento: ¿Me dará de baja el médico esta noche? ¿Meterán al capitán en el calabozo o no lo meterán?
Aunque quizá no fuera del todo así. Sospecho que los intentos por aniquilar la individualidad de Iván fueron infructuosos a la larga. En aquellos pocos minutos del día que eran suyos de verdad, Iván estaba lleno de la dignidad que confieren los gestos de rebeldía. Su gesto era el de esconder una cuchara en su bota. Era una cuchara que él había fundido a partir de alambre de aluminio y en la que había grabado UST-Izhma 1944, el año y nombre de su anterior campo de trabajo forzado. Pero no era solo supervivencia lo que significaba aquella cuchara de la cual se sentía orgulloso. Las autoridades del campo lo mantenían apenas vivo, apenas funcionando para poner un ladrillo encima del otro y así construir una utopía que le alienaba. Apenas si lo alimentaban con 550 gramos de pan diarios, como si quisieran reducirlo a su pura animalidad. Iván, sin embargo, no renunciaba a sí mismo. Y si bien pudo haber tomado la balanda sin nada más, ahí estaba su cuchara: la reafirmación de su dignidad, individualidad y propiedad.
A lo mejor aquel gesto de rebeldía señalaba una verdad que acaso hayamos presentido en algún momento: no podemos ser otra cosa sino libres. Y mientras seamos libres seremos dignos. Pues la cuchara de Iván (¡cuánta sorpresa!) también estaba prohibida. Así que tendría que guardarla de las manos voraces de los burócratas de la igualdad por el resto de su condena. Es decir, tendría que ocultar su cuchara por tres mil seiscientos cincuenta y tres días. Con los años bisiestos, le salían tres días de más… Nosotros, por fortuna distantes de ese infierno igualitario, solo veremos un día en la vida de Iván y su mueca de secreta dignidad que le dirige a sus captores: la historia de su cuchara en Siberia.