Por: Jesús Melgarejo
España invertebrada es una de las obras más importante del gran pensador español, José Ortega y Gasset. En ella se desarrolla un análisis profundo desde lo sociológico e histórico, que busca explicar las causas que llevaron a la España del siglo XX a extraviarse del camino de grandeza que supo concebir en siglos anteriores.
Sin saberlo —o quizás siendo muy consciente de ello— Ortega y Gasset no sólo atinaría con un diagnóstico certero sobre lo experimentado en su España contemporánea, sino que, con el tiempo, el diagnóstico se convertiría en una patología que se expandirá por gran parte de Occidente, siendo al día de hoy un padecer latente y actual.
Por invertebrado se conceptualiza a lo carente de esqueleto en su anatomía, un ser lánguido sin estructura ósea que le otorgue sostén sólido. En la óptica analógica orteguiana, España experimentaba como nación esa misma descripción, un país sin armazón, incapaz de haberse sostenido en las tempestades históricas y de mantener la firmeza con el correr del tiempo. Una nación sin la solidez de sus instituciones y sin el esqueleto social necesario para construir un proyecto de grandeza futura.
Luego de haber concebido un pretérito de gran magnitud, la sociedad española experimentó una fragmentación, perdiendo esa capacidad de unificar dentro de sus límites territoriales a diferentes grupos y estratos sociales en un ambiente de convivencia armónica.
Realizar tamañas aseveraciones posee un porqué justificado y explicativo, más precisamente, posee una serie de razones entrelazadas que en su unión configuran esa razón histórica que expone con precisión la debilidad crítica que Don Ortega le adjudica al país ibérico.
Adentrándose uno poco a poco en la obra, es inevitable el ejercicio casi mecánico que realiza la mente humana cuando familiariza un hecho consumado y lo traslada a su realidad. Esto acontece cuando uno lee las razones de la decadencia que Ortega le atribuye a la España del siglo pasado. Y es que, en esa inercia comparativa realizada, uno ve que el padecimiento de nuestra sociedad occidental es un calco de lo descrito por el filósofo español en sus tiempos.
Son varias las razones que Ortega y Gasset identifica y desarrolla, sin embargo, son cuatro las específicas que se convierten en una fiel radiografía de nuestra sociedad contemporánea y que exponen con gran vigencia lo que acontece en la arena social del siglo XXI.
La carencia de un proyecto futuro
“El día que Roma dejó de ser este proyecto de cosas por hacer mañana, el Imperio se desarticuló. No es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista. Este error nace, como ya he indicado, de buscar en la familia, en la comunidad nativa, previa, ancestral, en el pasado, en suma, el origen del Estado. Las naciones se forman y viven de tener un programa para el mañana”. José Ortega y Gasset – España invertebrada.
La tendencia social en la que la humanidad hoy está inmersa tiene como rasgo característico el impulso de la inmediatez. Se vive en el momento y para el momento, prima un constante estado de excitación que nada tiene que ver con la vitalidad que erróneamente se la quiere relacionar.
La excitación es un estado fugaz y nada perdurable. Así como emerge impetuosamente de igual manera se extingue. Cuando uno debe tomar decisiones trascendentales, se exige que deba primar la frialdad del raciocinio y no una pasión explosiva que ocasiona una ceguera temporal. Lastimosamente, esto último es el estado común de las grandes masas de individuos que hoy toman las riendas de nuestra sociedad.
Cuando las ideas no pasan por un proceso de reflexión, conocimiento histórico, y por, sobre todo, no responden de manera natural a las necesidades de un aparato social, se vuelven el berrinche forzado de una excitada muchedumbre hostil.
La sociedad actual está abarrotada de grupos que se auto invocan como llamados a generar grandes cambios sociales y que, impulsados de manera galopante con un gran bullicio mediático, se atribuyen la gran responsabilidad de trazar nuevos límites y aniquilar los existentes.
Es tan común ver día a día colectivos insurgentes en todas las latitudes del hemisferio, que de manera explosiva y violenta profesan traer consigo nuevas directrices sociales. Todos estos grupos carecen de algo fundamental y propio de las grandes irrupciones históricas que si lograron generar cambios dentro del espectro social: el impulso vital y el proyecto del mañana.
Es aquí donde nuevamente debe delinearse el concepto de vitalidad orteguiana. A diferencia de la excitación como estímulo fugaz y de rápida finalización, el vitalismo es la fuerza motora y sostenida, necesaria para realizar el proceso de construcción de un proyecto de vida social. No se trata de una explosión sonora y destructiva como la de un volcán, la vitalidad es un impulso enérgico y perdurable como las aguas del océano.
A diferencia de los colectivos y la muchedumbre, esta nace en el latir de una minoría selecta de hombres, que retraídos del bullicio de su época logran salirse de la densa corriente que todo lo arrastra a su paso. Este proyecto de empresa a futuro es el mismo que determinados hombres vieron en la lejanía de sus anhelos como preludio a la conformación paulatina de los grandes imperios.
Los griegos y romanos levantaban la mirada para asombrarse en el basto paisaje del mundo, en esa enormidad del todo percibían su pequeñez, pero a su vez, en ellos empezaba a arder el hambre voraz característico del hombre de épocas gloriosas. El hambre de materializar lo imposible, el hambre inmortalidad. Siempre algo por hacer, una empresa a futuro, un proyecto a constituirse.
La falta de hombres ejemplares
Todos en algún momento de nuestras vidas hemos visto en el otro, en determinados individuos, cierto ejemplo de virtud, cualidad o carisma que los hace resaltar del montón y llama poderosamente nuestra atención. Sobre ese otro particular, depositamos un respeto solemne, y hasta si se quiere, una admiración dependiendo de la representatividad de valores y la afinidad que pueda generarnos su figura. Ortega los llama hombres ejemplares, quienes están llamados a ser la brújula que oriente a las masas hacia un determinado destino.
De estos hombres ejemplares depende en gran medida el transitar que adoptará la sociedad para ir tallándose hasta darle forma definitiva a su propia identidad. Es en esa ejemplaridad donde se proyecta aquello que uno anhela poder alcanzar, o al menos que en ese ejercicio de intentarlo pueda uno embarcarse en la tarea de mejorar individualmente.
Cada sociedad dentro de una era determinada poseyó individuos capaces de generar ciertos estandartes como piedras angulares. Estos hombres hicieron de pastores del rebaño guiando a sus ovejas hacia campos verdes y fértiles. Héroes patrióticos, santos, artistas e intelectuales, fueron quienes saciaron ese deseo del pueblo por tener figuras notables.
Partiendo de este análisis, es inevitable preguntarse: ¿Posee nuestra sociedad actual de este tipo de hombres ejemplares? ¿Quiénes son? Tomándome la atribución de responder diría que cuanto menos, escasean.
Y es que ante la vacancia de estos seres particulares, la masa social en la frenética necesidad de encontrar una contra parte que le sirva de tutor, ella misma se toma una atribución para la cual no está capacitada, engendrado sus propias figuras desde su mentalidad colectiva. No es que estos individuos sean producto de una natural selección o que el hecho de que se erijan sean propio de una meritoria virtud, no, esta idolatría se genera a partir de un impulso ciego producto de la desesperante escasez. La masa genera una extensión de ella misma, un hijo de sus entrañas, he aquí la famosa máxima que reza: “Los ídolos de las masas son el reflejo de ella”.
Para el escritor español las razones de está carencia de individualidades particulares radican en el instinto aniquilador de las masas.
“En lugar de que la colectividad, aspirando hacia los ejemplares, mejorase en cada generación el tipo del hombre español, lo ha ido desmedrando, y fue cada día más tosco, menos alerta, dueño de menores energías, entusiasmos y arrestos, hasta llegar a una pavorosa desvitalización. La rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de éstos —he ahí la raíz verdadera del gran fracaso hispánico”.
Cambios arbitrarios sin razón ni fundamento
El proceso que atraviesa una sociedad para realizar cambios importantes dentro de su estructura, siempre ha respondido a necesidades meditadas y reflexivas. Históricamente, puede observarse de manera irrefutable que los ideales caducos de ciertas épocas son reemplazados por otros nuevos, no por medios arbitrarios ni forzosos, sino luego de que dentro de ese aparato social y de convivencia, la necesidad de una transformación ha empezado a germinar en el día a día de los individuos, poniéndose en debate diario no solo en las instituciones y grupos políticos, sino en el convivir diario de los hombres.
Todo ideal, ley o norma que sea impuesta por medios arbitrarios, no logra impregnarse con la solidez necesaria para hacer raíces sólidas que le ofrezcan perdurabilidad. Por el contrario, la historia nos ha enseñado que el uso de mecanismos forzosos para imponer ideas tiene como efecto colateral un período crítico de inestabilidad social violenta, que a la postre quiebra el orden tan complicado de alcanzar y genera inevitablemente una cuenta regresiva donde desde los escombros se debe volver a empezar.
El perfeccionamiento de una sociedad tiene un factor determinante y conciso que no puede ser excluido. El núcleo o génesis de todo proceso histórico que apunta a concebir una sociedad sana, capaz y funcional, es la capacidad moral, jurídica y ética que se logre armonizando los distintos grupos sociales que componen el cuerpo total. Si los grandes cambios planteados no responden y respetan esta génesis social es imposible aspirar a un aparato societario perdurable.
Dicho esto, el mayor error y padecer de nuestros tiempos es justamente obviar tal normativa. Si existe un siglo en la historia de la humanidad donde se ha pretendido moldear la estructura social por medio de mecanismos arbitrarios sin un porqué justificado, es este siglo XXI.
Cada vez se crean más leyes irrespetando la fluidez natural de las sociedades. Son unas pequeñas minorías junto a un aparato burocrático que responde a las mismas, quienes bombardean sin ton ni son con nuevas imposiciones jurídicas. Pero peor aún, estas nuevas leyes quiebran el principio básico de constitución social que durante siglos permitió forjar una sociedad estable.
La historia de la humanidad está plagada de hechos que demuestran que el peor medio para integrar minorías emergentes a un ser social ya constituido, es la fuerza violenta utilizando el aparato estatal. No se puede construir destruyendo, ni se pueden instaurar nuevas leyes si estás no responden al bien común del total societario. Las minorías no siempre responden al todo, así como la excepción no hace a la regla.
Jerarquías sociales
“Por un lado, la idea de la organización social en castas significa el convencimiento de que la sociedad tiene una estructura propia, que consiste objetivamente, queramos o no, en una jerarquía de funciones. Tan absurdo como sería querer reformar el sistema de las órbitas siderales, o negarse a reconocer que el hombre tiene cabeza y pies; la tierra, norte y sur; la pirámide, cúspide y base, es ignorar la existencia de una contextura esencial a toda sociedad, consistente en un sistema jerárquico de funciones colectivas”. José Ortega y Gasset – España invertebrada.
La naturaleza nos ofrece ejemplos irrefutables de que la jerarquización social es una acción totalmente inevitable y fundamental para la supervivencia. Desde lo leones y su líder alfa, las abejas y sus obreros que trabajan para la reina, así como nuestros cercanos gorilas que poseen su espécimen guía del grupo. De igual manera, el ser humano, posee intrínsecamente ese instinto de jerarquizar su organización social, esto es así desde los hombres cavernarios hasta nuestros días.
Valga la siguiente aclaración, con estos ejemplos no busco promover ni reivindicar ningún determinado tipo de organización política. Todas han tenido sus pros y sus contras a lo largo de la historia pero es justamente en ese proceso de fallo y acierto donde hemos ido perfeccionando y aprendiendo sobre qué tipo de estructura social es la más conveniente.
Querer suprimir la jerarquización social es ir en contra natura de lo que somos como especie que se desenvuelve en este plano terrestre. Si existen seres vivos y un orden dentro de este planeta es porque justamente es propio de las especies agruparse y definirse según roles, cualidades y aptitudes.
Parece ficticio pero es real que en la edad más avanzada de nuestra civilización queramos pasar por alto tamaña verdad. Por increíble que parezca a estas alturas, existe la fuerte política que busca la colectivización total de la sociedad, realizando un igualitarismo totalitario y suprimiendo los escalafones que de manera inevitable emergen en todo grupo en el que conviven hombres.
Ojo, la igualdad ante las leyes, así como la justicia y garantías ciudadanas es algo que ni siquiera es razón de mínimo cuestionamiento. Pero un igualitarismo jerárquico que busca moldear una sociedad donde todos compartan el mismo escalón y limite bajo el poder coercitivo cualquier ímpetu de salirse de ese sistema, claramente ha demostrado ser obsoleto. No existe nada más nocivo para una civilización de individuos estancados en un desierto de lo igualitario.
Por supuesto que existen ciertas castas deplorables y degeneradas que atentan contra el orden social, así como también existieron y existen colectivos que en su credo del igualitarismo han generado estragos en los lugares en donde sus prácticas fueron implementadas. De extremos a extremos es el imperativo del caos el que terminará dominando.
Pero el punto en cuestión aquí es que en cada grupo social coexisten individuos compuestos por diferentes móviles y particularidades propias del ser de cada uno. Aquello que nos diferencia uno de otros, nuestras actitudes y aptitudes, es lo que finalmente construye de manera automática las estructuras jerárquicas de la sociedad. Por lo que aspirar a la supresión igualitaria y limitante de ordenar todo bajo los mismos parámetros termina siendo altamente inviable.
Como habrá notada usted, querido lector, me he embarqué en la difícil y atrevida tarea de reducir en algunas líneas los elementos más latentes de esta gran obra del filósofo español José Ortega y Gasset. Si he conseguido tal propósito, no es menester mío emitir dicha conclusión. Pero si de algo estoy seguro es que, al leer lo expuesto aquí, uno puede dimensionar el valor de la obra de Don Ortega, a partir de la vigencia y actualidad que se perciben al trasladarla a nuestros tiempos.
Si se pregunta usted, si el filósofo español, aparte de realizar este gran análisis de su España ha logrado ofrecer alguna solución a los grandes padecimientos expuestos, déjeme concluir este artículo con un fragmento que puede disipar aquella duda:
“Será inútil hacerse ilusiones eludiendo la claridad del problema y dándole vagorosas formas. Si España quiere corregir su suerte, lanzarse de nuevo a una ascensión histórica, gloriosamente impulsada por una gigantesca voluntad de futuro, tiene que curar en lo más hondo de sí misma esa radical perversión de los instintos sociales. Pero, como en estas páginas queda dicho, las masas, una vez movilizadas en sentido subversivo contra las minorías selectas, no oyen a quien les predica normas de disciplina. Es preciso que fracasen totalmente para que en sus propias carnes laceradas aprendan lo que no quieren oír. Si España quiere resucitar es preciso que se apodere de ella un formidable apetito de todas las perfecciones. La gran desdicha de la historia española ha sido la carencia de minorías egregias y el imperio imperturbado de las masas. Por lo mismo, de hoy en adelante, un imperativo debiera gobernar los espíritus y orientar las voluntades: el imperativo de selección”.
Jesús Melgarejo es periodista y escritor con énfasis en literatura y filosofía. Síguelo en Twitter: @CJ_Melga