Por Jesús Melgarejo
El ingenio humano no otorga tregua y sus límites no encuentran barrera alguna que detenga su ímpetu de expansión. La ciencia en el desarrollo voraz de la tecnología, se ha introducido en un complejo universo dónde la delgada línea que marca una distancia entre el creador y su creación, cada vez se vuelve más difusa.
Si la historia puede desarchivar expedientes fatídicos sobre el hombre y el peligro del proceso de sus descubrimientos y creaciones, basta con rememorar aquellas páginas oscuras de cuando los científicos aprendieron a manipular el uranio y el plutonio.
Al día de hoy, la inteligencia artificial es el tema de gran debate por su impresionante poder de desarrollo. Pero aquello que a priori puede parecer una herramienta cuyo fin es el de facilitar las labores humanas, en su contracara avizora el inevitable peligro que acarrea consigo una herramienta tan abrumadora.
Desde la revolución industrial no se percibían tan profundos cambios como los experimentados en la actualidad. En dicha época, el ingreso de las máquinas al mercado laboral había producido un quiebre sin precedentes. El volumen de productividad de las máquinas desplazaría la mano de obra humana, desvalorizando el trabajo artesanal y el oficio.
Esto promovió un cambio profundo en la sociedad proletaria. Se dio inicio de esta manera a la era del consumismo, que arrastró consigo hasta su extinción una cosmovisión y proceso del trabajo que involucraba el ser total de un individuo que entregaba una parte de sí mismo en cada labor realizada.
La máquina llegó e impuso nuevas directrices en la industria laboral y el hombre debió adaptarse a los nuevos tiempos. Pero con el hombre no solo fue cambiado su modo de trabajo, donde ponía su capacidad creativa y artística, sino también el modo de vida de una sociedad que en la tradición de ciertos oficios encontraba sus raíces.
Los talleres en el hogar y aquellos puestos de comercio en los pueblos fueron desplazados por las grandes fábricas en las ciudades. El cambio fue muy profundo y repercutió en una concepción totalmente diferente de la sociedad. Sin embargo, e incluso con ese drástico escenario, el hombre trabajaba a la par de sus máquinas.
Estas herramientas mecánicas seguían siendo un medio para su trabajo, el hombre era el guía en su industria laboral y estas gigantes maquinarias cumplían una función bajo las directrices humanas. El hombre aún poseía el dominio de creación y la tecnología estaba bajo su potestad. Los cimientos de las relaciones humanas seguían, de alguna manera, su curso acostumbrado; la sociedad había padecido un impacto importante en el modelo de generación de riquezas, pero el hombre se adaptó y la diferencia entre el individuo autónomo y los límites de la tecnología seguían bien marcados.
He aquí un punto clave para entender los peligros de nuestro presente. Con la incursión de la Inteligencia Artificial, aquella barrera que separaba al creador de su creación va desapareciendo a un ritmo vertiginoso.
En las grandes usinas de ensamblaje el poderío maquinal potenció la cantidad de producción material, desembocando en altos índices de desempleo ya que no era necesaria tanta mano de obra humana. La inteligencia artificial puede volver a generar el mismo escenario, cuando las empresas prescindan del capital humano en labores que involucren el área digital y computarizada.
Si ya los avances tecnológicos han logrado que la robótica vaya reduciendo cada vez más la dependencia laboral humana, esta nueva herramienta acrecienta esa crisis y va tomando poco a poco el control del espectro intelectual.
Al alcance de todos se encuentra un dispositivo capaz de contestar cualquier duda en distintas áreas del conocimiento humano. La tecno se ha desarrollado al punto de que el hombre va prescindiendo cada vez más de su semejante y como efecto colateral, sufre una alteración en su concepción y rol dentro del mundo.
A este ritmo, así como el alfarero y herrero fueron desplazados por la capacidad de producción de las máquinas, el docente —aquel eslabón fundamental y determinante en la construcción de una civilización— pasará a ser reemplazado por la capacidad de almacenamiento de información de la IA.
Por supuesto, esa afinidad del maestro, esa capacidad de encender la llama del conocimiento en el alumno y de sacar a la luz su potencial es algo irremplazable y que ninguna máquina podría replicarlo. Pero, acaso, ¿eso es un aspecto que hoy toma relevancia para la presente generación? he ahí el punto en cuestión.
Asimismo, varios campos laborales donde el hombre ejerce aún su mano de obra corren serio peligro de ser desplazados por la obediencia y funcionalidad de esta Inteligencia. La preocupación es aún mayor ya que la IA posee la capacidad de desarrollarse y perfeccionarse segundo tras segundo, haciendo que su crecimiento sea ininterrumpido. La autonomía del individuo y su influencia en la toma de decisiones podría correr el riesgo de perder relevancia, cuando la pereza de la comodidad que le ofrezca la IA le ahorre el trabajo de pensar por sí solo.
Todo ese proceso de esfuerzo físico y mental que contribuye a la construcción de las dotes humanas atraviesa un peligro inminente de ser canjeado por la simplificación y reduccionismo de la tecno.
A pesar de esta avasallante tecnología, ningún programa cibernético padece, conmueve o transmite aquello que algunos filósofos llamaron la contemplación estética o el alma. Es así que la IA podrá reproducir o intentar replicar superficialmente cualquier contenido, pero jamás logrará una obra de Dostoievski, un poema de Goethe, una pieza de Mozart o el velo de Strazza.
Pero para lamento de esta civilización, el error capital yace en que esa magnificencia artística propia de la raza humana —aquello que nos separa determinantemente de la máquina— no se ha sabido cultivar ni sostener en esta última etapa de la humanidad. Y por paradójico que suene, el hombre ha comenzado a alejarse de su esencia humana y se está acercando cada vez más al automatismo de la máquina. El hombre es cada vez menos hombre y se debate en la pasividad de un mundo cada vez más automatizado.
Toda esta indiferencia por explorar y explotar la fuente de creatividad humana, ha cercenado del hombre el poder transmitir en sus propias invenciones una parte de su humanidad. Toda creación carente de esta sustancia particular se vuelve frívola y no responde a una necesidad auténtica.
El hombre actual por el contrario, deposita su atención en datos volátiles, en el banal y efímero entretenimiento producto de algoritmos que encapsulan la posibilidad de romper barreras de conocimiento. Se vuelve presa fácil de contenidos preseleccionados por una tecnología que va expandiendo sus dominios al costo de nuestra propia deshumanización.
La distorsión de la realidad y la información
La información en la era digital se ha catapultado con un poderío determinante. El poder del relato en la batalla cultural que se libra hoy en día toma la misma relevancia que cualquier acción bélica en medio de una guerra. La capacidad de poder sugestionar el pensamiento colectivo buscando instalar realidades paralelas puede direccionar el desarrollo de un mundo cada vez más polarizado.
Las grandes batallas se libran en los portales digitales, tergiversando la realidad sin poder tener la certeza de culpables e inocentes. La IA entra en medio de este escenario para profundizar en esta crisis con su gran capacidad de generar contenidos con una temible rapidez y exactitud.
Este sistema de automatización inteligente ofrece el poder de crear cualquier contenido ficticio, ya sean imágenes o videos, pudiendo así difundirse hechos inexistentes, volcando a favor o en contra al tribunal inquisidor moderno llamado "opinión pública". Los detalles casi imperceptibles en la falsedad del contenido generado por esta inteligencia deben alarmarnos. No ser capaces de discernir lo real de lo falso fortalece el modismo de subjetivizar aquellas verdades que producto de pactos y acuerdos sociales fueron forjados.
El retorno filosófico
Este dominio de la ciencia positivista y la tecnología han profundizado los problemas espirituales que padece el hombre de esta era, dejando un vacío que ni la religión u otros credos son capaces de llenar. Como consecuencia de este quiebre, el individuo busca un sostén que le permita mantenerse a flote y poder seguir remando en su existencia.
El confesionario sacerdotal y el placebo de los psicólogos ya no logran contener la desesperación que se experimenta en estos tiempos. Y es así como el hombre en su urgente necesidad de aferrarse en su lucha, encuentra en la IA un compañero que lo abstrae de los pesares del mundo real y lo introduce en el ficticio mundo virtual.
En naciones como Japón y en otras latitudes, hombres y mujeres han decidido entablar relaciones y vínculos sentimentales con máquinas inteligentes. El escenario parece surrealista, pero es una realidad concreta de cómo el ser humano va volviéndose prescindible incluso en aspectos inherentes a su especie. El animal social aristotélico y el contrato de Rousseau pasan a ser letra muerta.
Un mundo ensamblado a lo digital con individuos siervos de la tecno necesita con urgencia una guía, que en su frío extravío pueda recordarle el fuego abrazador de sus orígenes. El hombre necesita despertar de su letargo para recordarse a sí mismo quién es. Y es aquí donde la vilipendiada Filosofía puede emerger como en sus siglos dorados para volver a rescatar al ser humano del oscuro abismo de deshumanización donde yace. Así fungirá de Virgilio, guiando al hombre y recorriendo al lado suyo en el infierno dantesco donde sucumbe el mundo actual.
La madre Filosofía tal vez sea nuestra última esperanza en la búsqueda de salvación de una generación huérfana de reflexión y pensamiento crítico, que peligra seriamente con ser testigo de la inminente aniquilación del factor humano.
Jesús Melgarejo es periodista y escritor con énfasis en literatura y filosofía. Síguelo en Twitter: @CJ_Melga