La historia no ha sido justa con John Adams; ciertamente tampoco fue un político muy popular en su época. Defendió inagotablemente el federalismo cuando en las colonias todavía existía el recelo de la unión y sentó las bases de la república, pero a pesar de ello, el segundo presidente de la historia de Estados Unidos no tiene el reconocimiento de George Washington, Thomas Jefferson o el propio Benjamin Franklin, aunque sin su figura es muy probable que la Revolución Americana hubiera fracasado frente a las fuerzas del Imperio Británico.
Adams no fue el diplomático más excelso de todos, se le criticaba su falta de tacto y sus salidas de tono, quizás no tenía la inteligencia emocional de Franklin, la disciplina militar de Washington, o la pluma encantadora de Jefferson, pero tenía algo que todos los demás necesitaban: terquedad y brillantez, una combinación difícil de conjugar y que a la larga terminaría obligando a los miembros de la unión a votar a favor de la independencia de Estados Unidos, en contra de la voluntad de muchas de sus principales figuras políticas.
Y es que, si bien en Boston se habían iniciado el “motín del té”, en Nueva York, Nueva Jersey, y el sur del país, no parecían dispuestos a declararle la guerra al entonces imperio dominante, y fue precisamente la terquedad de Adams y su desencanto con la diplomacia, la que dirigió a los americanos a librar la batalla que cambiaría el curso de la humanidad para siempre.
Lejos de lo que muchos puedan imaginar, las discrepancias entre Adams, Washington, Jefferson, Franklin, y los demás padres fundadores, quizás eran más numerosas que sus puntos en común, sin embargo, los unían dos puntos fundamentales: su amor al país y el deseo de ser libres.
La libertad a fin de cuentas, se convirtió en el motor de la lucha emancipatoria, las doctrinas políticas e ideológicas desaparecieron durante un largo tiempo para poder convocar y crear un ejército liberador. Cuando las 13 colonias finalmente ganaron la guerra, inició un nuevo pulso político por configurar las relaciones políticas del nuevo Estado, y evidentemente, las discrepancias no faltaron, pero los seguía uniendo el amor a ser libres, y precisamente, bajo esos principios se terminarían fundando la nación más exitosa y prospera de los últimos siglos.
Recientemente estuve viendo en HBO la serie sobre John Adams, y lo que más me encantó de la misma, fue el retrato de las vidas personales de los padres fundadores, más allá de sus grandes proezas, trataron de identificar y mostrar los demonios personales, miedos e inseguridades que tenía cada uno de ellos, y como a pesar de las inmensas contrariedades —internas y externas— lograron sobreponerse y fundar una nación libre.
Las reflexiones de Adams y los padres fundadores son extremadamente necesarias, sobre todo en estos tiempos donde el control gubernamental se expande desaforadamente en el mundo y los ciudadanos son cada vez menos libres de tomar sus propias decisiones —económicas, políticas, familiares e incluso de salud—. Aquellos hombres que venían de ser pisoteados por un poderoso imperio concebían la libertad como el sueño más preciado, por eso el segundo presidente llegó a decir:
“Yo debo estudiar política y guerra para que mis hijos tengan la libertad de estudiar matemáticas y filosofía. Mis hijos deben estudiar matemáticas y filosofía, geografía, historia natural, arquitectura naval, navegación, comercio y agricultura para dar a sus hijos el derecho a estudiar pintura, poesía, música, arquitectura, escultura, tapicería y porcelana”.
Adams sabía muy bien que la cultura, el conocimiento y la libertad estaban inexorablemente conectados. Sus ideas, bien fundadas y robustecidas durante su práctica de la abogacía y el servicio de la justicia, se cimentaron todavía más en los años que sirvió de representante para Estados Unidos en diversos países europeos, cuya travesía finiquitaría precisamente en el Reino Unido, convirtiéndose en el primer embajador estadounidense ante la corona.
El padre fundador reconocía y entendía que su generación debía sacrificarse en el arte de la guerra, para que las próximas generaciones pudiesen disfrutar del arte, la música y la poesía.
“La preservación de la libertad depende del carácter intelectual y moral de la gente. En la medida en que el conocimiento y la virtud son generalmente difundidas dentro del cuerpo de una nación, es imposible que puedan esclavizarse”, reconocía Adams, y bajo esos principios también formó a su hijo John Quincy Adams, quien terminaría convirtiéndose en el sexto presidente en la historia de Estados Unidos.
Ciertamente, Adams, no tenía una pluma tan elegante como Jefferson —yo personalmente, me declaro jeffersoniano ante todo—, y tampoco la agudeza mental de Washington en materia militar, pero lo que si tenía Adams era una gran visión e inteligencia para reconocer el talento humano, por ello, fue uno de los principales responsables en nombrar a quien terminaría siendo el primer presidente de Estados Unidos, como el general del ejército independentista, y con las mismas agallas, presionó para que Thomas Jefferson redactara el Acta de la Independencia que daría forma, vida y espíritu a la nación más poderosa de los últimos siglos.
Si hoy en día podemos vivir en un país libre, pese a las vicisitudes y el paso del tiempo, se debe en gran medida a los aciertos —y también errores— de John Adams, un hombre que supo luchar contra las facciones políticas que le acusaban de ser un radical, contra el solitario paso del tiempo y la separación de su familia, para finalmente legarles a sus hijos un país libre y de oportunidades. Y ese es un legado que, quienes somos bendecidos de vivir en esta gran nación, no deberíamos desperdiciar.
Emmanuel Rincón
Emmanuel Rincón es abogado, periodista, escritor, novelista y ensayista. Ganador de diversos premios literarios internacionales.
Emmanuel Rincón
Emmanuel Rincón es abogado, periodista, escritor, novelista y ensayista. Ganador de diversos premios literarios internacionales.