El título de esta reflexión se hace una pregunta que da a entender que el gobierno americano no está interesado en una región clave como Latinoamérica —el continente al que pertenece—, y surge en un momento en el que, precisamente, la tendencia apunta a que la política de la actual administración hacia la región es que no haya política, en un contexto en el que la izquierda continental ha cobrado fuerza y en el que hay un desorden evidente en el manejo de los asuntos de un área geográfica que apenas está comenzando a vivir los embates de la pandemia mientras padece las consecuencias de los autoritarismos y populismos que han debilitado las democracias del hemisferio.
Creer que la región es lejana y ajena a la realidad americano cuando en la propia frontera sur se ha desatado una crisis migratoria de proporciones tan históricas como las duras medidas implementadas para intentar evitarla, es la mejor muestra de la lectura deficiente que se hace de una realidad que ya forma parte del modus vivendi y del día a día norteamericano. Un país en donde más del 14% del voto nacional es hispano y donde esa comunidad representa la segunda potencialmente más grande a nivel electoral, debería dar luces de la importancia de los latinos dentro y fuera de los Estados Unidos.
Visto así, ningún actor político hoy puede negar el peso que tiene la región en la realidad interna de su país, aunque en tiempos recientes la tendencia haya sido desplazar la importancia de América Latina en la Casa Blanca principalmente, con matices. Pero tampoco ningún actor político debe cometer el error de analizar la situación exclusivamente desde una lógica de beneficio electoral y desde un voto que, aunque cada vez más republicano, es de vital importancia para ambos partidos a medida que crece y se inclina hacia la derecha, por los problemas que padece y las respuestas que recibe.
La verdad es que América Latina es cada vez más importante para los Estados Unidos no sólo en términos electorales, sino por las dinámicas que cobran fuerza en la región y que muestran a una izquierda fortalecida por múltiples razones, pero, entre ellas, la ausencia de liderazgo y de política estadounidense en un contexto en que las tiranías y autoritarismos del hemisferio se sienten impunes a sus anchas. Esos regímenes, en ideas y en acción, representan una amenaza a la seguridad de la región por sus estrechos vínculos con Rusia, Irán y China, entre otros, así como por sus vínculos con el crimen internacional. Son regímenes que a la luz del mundo y de la región violan derechos humanos y cometen crímenes de lesa humanidad, sin que haya respuestas efectivas a su proceder. Es decir, están envalentonados. Hacer una lectura solamente electoral sin sumarle la amenaza creciente y cada vez más cerca que rodea al país, desde todo punto estratégico es un grave error.
Visto así, hay al menos dos elementos concatenados de la política exterior —o la no política— de la administración Biden hacia la región que deben ser motivo de atención. El primero, vinculado a la idea de que hay que actuar sobre lo que se tiene y no sobre lo que se desea. Esta idea es muy peligrosa porque tiene implícita una lógica conformista en la que la voluntad de lucha y de creación de condiciones incrementales de presión se ven prácticamente diluidas en el hecho de que hay que aceptar lo que hay y lidiar con ello. Contrasta de manera importante con la anterior estrategia de máxima presión, acorde a la naturaleza de regímenes criminales como el de Cuba, Venezuela y Nicaragua, para intentar entenderse ahora con ellos desde una lógica política y democrática, mientras crece la erosión y el desmantelamiento democrático en Bolivia, Argentina, México y Perú, y se profundiza el eje criminal de los países antes mencionados. Así, en lugar de enfrentarlos, se busca un diálogo en el que se les concede lo que piden, pero no hay presión para que cedan, desbalanceando los incentivos y generando un efecto de apaciguamiento y de fortalecimiento del statu quo. Es un “mejor un mal acuerdo a un no acuerdo”, lo cual puede resultar catastrófico al atornillar a las tiranías al poder, sin tratarlas como tiranías.
El segundo elemento tiene que ver con la idea de que es mejor entenderse directamente con los regímenes a través de la interlocución con sus socios ideológicos. Esto, nada nuevo, por cierto, supone que antes que la mejor manera de crear incentivos es aprovechar a los socios ideológicos de los regímenes de la región para intentar crear confianza y encontrar mecanismos de salida, creyendo que esos regímenes cederían más fácilmente a través de sus aliados. Aunque suena lógico, creer que un socio ideológico debilitará a quien le favorece su manera de operar y mantenerse en el poder, no sólo es ingenuo, sino que ahonda en la desconexión de los Estados Unidos con la región al delegarle su influencia a esos actores (algo nada nuevo, pues Obama en su momento lo hizo delegando la interlocución con América Latina en el Brasil de Lula y Dilma, con resultados a la vista).
Esto ha permitido que la actual administración americana haya decidido, por ejemplo, hablar directamente con el régimen venezolano, con la coyuntura energética y de invasión rusa a Ucrania como contexto, para intentar conseguir lo que debería lograr por la vía de la presión diplomática, financiera, judicial y de sanciones, como ruta idónea compatible con la naturaleza de ese régimen, enviando un pésimo mensaje a las democracias y sus activistas en el mundo: no importa cuán criminal seas, si tienes petróleo barato, me olvido por un rato de lo que has hecho. Esa no es precisamente la posición que se espera de un otrora Estados Unidos capaz de enarbolar banderas de libertad que hoy no parece ser capaz de izar en su propio territorio. Todo lo anterior, mientras se intenta utilizar al gobierno de Gustavo Petro, en Colombia, como facilitador de las conversaciones y de una gradual reanudación de relaciones, dándole un voto de confianza al socio ideológico. Lo mismo está ocurriendo con Cuba y el régimen castrista. Craso error.
Lo cierto es que una marea roja ha tomado el poder de la región nuevamente. Estados Unidos, ausente, facilita el terreno para su expansión, al margen del riesgo que esa marea implica. Reinciden en el error de la buena voluntad que esos regímenes pueden tener y que no son otra cosa que tiempo y dilación a su favor. ¿Lo grave? La ausencia, casi total y salvo honrosas excepciones, de liderazgos que sean capaces de hacer frente a esos desafíos y de encaminar y exigir a Estados Unidos un rol más sólido y coherente en América Latina, mientras se coquetea con China y se ignora la magnitud de la crisis de seguridad en el hemisferio.
Quizá un caso emblemático es el venezolano propiamente. Luego de la crisis que derivó en el final del gobierno interino que encabezaba Juan Guaidó, urge la legitimación de un nuevo liderazgo, electo por la gente y con capacidad de interlocución, que pueda hacer frente a la política de entendimiento con el régimen y coordinar efectivamente, dentro y fuera, las fuerzas para presionarlo para que ceda. Si eso no ocurre, los venezolanos habrán sido entregados a cambio de nada, fortaleciendo al régimen y borrando todo vestigio de culpa por sus delitos. Sin un liderazgo que ponga la justicia y la libertad por delante, no habrá quien haga entender a Estados Unidos que su política debe ser otra.
Ese es tan sólo uno de los ejemplos de una región compleja cuyas soluciones son multidimensionales y de distinta intensidad y autoridad no jerárquica, sino heterárquica, pero que tienen que pasar por un liderazgo regional y uno en los Estados Unidos que dé la cara en un contexto tan desafiante en el que el vecindario está más asediado como nunca. Más allá de que el caos de la región se deba, en parte, a la ausencia de una política clara de los Estados Unidos hacia ésta, o precisamente sea un resultado de lo que se está implementando hoy, es evidente que no está funcionando y que las tiranías respiran más aliviadas que hace un tiempo atrás. La más reciente Cumbre de las Américas es un ejemplo de esto y del rol que da Estados Unidos a su vecindario. Ello debería urgir a quienes toman decisiones a darle la importancia al continente al que su propio país pertenece y del que, de no asumir un liderazgo sólido, su crisis se acentuará.
No obstante, el Congreso de los Estados Unidos sigue siendo un punto de encuentro entre quienes entienden la urgencia de la región y presionan alrededor de ésta, entre quienes comprenden la dimensión bipartidista de algunos temas afines a Latinoamérica, y entre quienes tienen el liderazgo para impulsar cambios sustantivos que se traduzcan en acciones concretas. Ese, por lo pronto, parece ser uno de los principales espacios de trabajo en el que todo interesado en que América Latina vuelva a ser una región libre, próspera y segura, puede incidir. Allí hay muchos liderazgos que han asumido la bandera hispana como causa y como quehacer. Esa es una señal positiva que invita a actuar pronto, sin demora.
No hay mucho tiempo.
Pedro Urruchurtu
Politólogo, activista y coordinador de asuntos internacionales de Vente Venezuela.
Pedro Urruchurtu
Politólogo, activista y coordinador de asuntos internacionales de Vente Venezuela.